En la Edad Media, las historias milagrosas era la mejor promoción para los pequeños reinos, que veían así poblarse sus templos de peregrinos atraídos por las noticias de prodigios.
Llevaba el rey don Alfonso el Casto ya muy adelantada la obra de su iglesia y juntamente andaba aparejando la riqueza que para el servicio del altar deseaba tener. Quería una cruz riquísima para el nuevo templo.
Ya tenía buena cantidad de oro y piedras preciosas, y buscaba artífices que la labraran como él quería.
Saliendo un día de la Iglesia, le hablaron dos mancebos diciendo que eran plateros, y habiendo oído cómo quería hacer una cruz de oro y de excelente obra, venían para si era servido encargársela.
El Rey, sin más detenimiento lo aceptó y les mandó aparejar la oficina en un aposento secreto de su palacio, o en casa muy apartada, porque ellos así lo pidieron, y entregándoles por peso y por cuenta el oro y las piedras preciosas, les mandó que en buena hora comenzasen su obra.
Otro día se comenzó a congojar el Rey, pensando cómo había confiado tantas riquezas a unos mancebos extranjeros y no conocidos, y así mandó fuesen a ver lo que hacían. Los que fueron volvieron luego diciendo que habían hallado cerrada la casa, y que había dentro tanto resplandor que aun no podían tener los ojos firmes en mirarlo por entre las puertas.
Oyendo el Rey tanta novedad se fue luego con los suyos a verlo, y viendo la casa desierta, halló solamente la cruz que echaba de sí el gran resplandor que toda la alumbraba.
Luego se entendió cómo los ángeles en forma de aquellos mancebos la habían labrado, y el gran milagro movió al rey para enviar a llamar al Obispo, y con solemne procesión, llevando el Rey la Cruz se fueron a la iglesia y dando allí todos a Dios las gracias por tan maravillosa merced, el Rey, con mucha humildad puso la Cruz Angélica sobre el altar.
Dando noticia el Rey de este tan insigne milagro al Papa, alcanzó de él que la iglesia de Oviedo fuese metropolitana.